Quiero líderes inteligentes, aunque parezcan tontos, y no atontados que van de inteligentes. Quiero líderes que manejen la situación en tiempos de crisis y que no sean solo directores en tiempos de bonanza. No quiero líderes que nos perdonen la vida por no ser como ellos, quiero líderes que sean capaces de asumir los errores para que la próxima vez acierten.
Es una situación triste: cuando todo cae, las personas se acuerdan de la poesía, de la cultura. Son días oscuros, pero si pensaran un minuto de cada día en los que mueren, en los que lo han perdido todo, hasta la esperanza, podrían valorar lo que de verdad es importante en la vida de uno y en la de los demás.
Revista Pérgola, entrevista de Álex Oviedo, mayo 2020.
«La carretera de la costa», una novela que repasa el asesinato de Ceferino Peña, una víctima de ETA en 1980. La organización armada no solo reivindicó el asesinato, sino que se excusó por tratarse de un error.
–¿Necesita el autor mostrar su voz poética también en la narrativa? ¿Qué importancia tiene la memoria en esta novela? ¿Y el miedo?
Quise trasmitir el miedo que se vivía en aquel tiempo a la novela a través de las sensaciones de un joven que no comprende lo que sucede. Al tratarse de hechos vividos por el protagonista, la ficción se apuntala con hechos reales, y la voz confesional, que podría ser esa voz poética, transita por la novela entre la memoria y el olvido. Me gustaría pensar que vence la memoria.
-Escribes sobre los años del plomo, algo que ya hiciste en tus libros de poesía. En este sentido no te sumerges en una especie de moda sobre relatar aquellos años. ¿Por qué volver a ellos? ¿Qué aporta de nuevo esta novela a otras que se han publicado estos años sobre ETA?
Uno de mis amigos me dijo que hace más de veinte años ya le hablé de esta novela. No busco un tema de moda para mi trabajo, mi pulsión es otra: escribo libros que necesito escribir y los libros se imponen solos. Tardé diez años en encontrar la voz narrativa de la novela, cuando la tuve sabía que si me ponía a escribir saldría con más o menos fortuna lo que tenía pensado. La aportación de La carretera de la costa podrían ser esos matices que se descubren en la novela cuando se recuerda la violencia vivida en esos años.
–El protagonista reflexiona sobre los años vividos frente a su esposa, que procede de Colombia, país que también vivió la violencia, casi como si se dirigiese al lector. ¿Una forma de buscar paralelismos?
Pocas veces se compara la misma realidad en lugares diferentes, pero la narración exigía que los huidos de ETA llegaran a países de Latinoamérica como México o Colombia, y de la violencia de estos países, especialmente Colombia, con la figura de Pablo Escobar al frente, se sirve el narrador para comparar la intensidad de la violencia en un lugar o en otro. La violencia en Euskadi fue mucho menor que la que se vivió y vive en esos países.
-El narrador no pretende juzgar, sólo narrar.
Es una novela que no enjuicia a nadie, sino que presenta unos hechos y unas reflexiones que sirven para que el lector se pregunte por su visión o por lo que hizo, pensó o dijo en aquellos tiempos convulsos.
-Es interesante la estructura narrativa, sin apenas diálogos, con párrafos largos casi sin interrupciones. ¿Cuál es la razón de esta estructura?
Cada capítulo es una ola que llega a la orilla, algunas lo hacen con orden, otras explotan al final. La carretera de la costa está rodeada de los meandros de un río que da al mar; pese a la presencia dominante de Ceferino Peña, el paisaje es el protagonista de la novela: de tan bello que es, no se podría pensar que hay algo escondido. La narración busca un efecto hipnótico, no quería recurrir a espacios en blanco entre párrafos ni a diálogos que ya están en ella
-¿Existe un Murua poeta y otro novelista? ¿O forman parte ambos aspectos de tu necesidad de contar?
Durante años mis novelas estuvieron ocultas porque era necesario, al menos para mí, que se difundiera mi poesía o que se conociera una parte del ensayo escrito, pero no soy ese poeta que ahora escribe una novela o ese novelista que vuelve a la poesía, sino un autor que escribe porque necesita hacerlo.
Cuando
se ve la portada de ‘La carretera de la costa’ (El Desvelo ediciones) uno no
puede evitar, al menos, cierta inquietud. La mirada fija de un ojo tras un
pasamontañas puede verse como amenazante,
inquisitiva, iracunda o hasta insultante, pero nunca poética. Esta
última cuestión surge al relacionar el título de la última novela de Kepa Murua
con su obra Flysch, que conjugaba
verso y fotografía con un paisaje que el escritor conoce muy bien.
“Es una
novela en la que los personajes descubren su opinión, especialmente el
narrador. Habla de la denuncia de la violencia, el desastre que conlleva y el
fenómeno terrorista en ‘los años de plomo’. Nací en Zarautz y lo viví allí
hasta los 18 o 19 años, lo que marca una impronta. También, el mar ha sido y es una constante de mi obra
poética. Flysch era más
filosófica, mientras que aquí el paisaje no habla tanto. Lo hacen las personas
cuando piensan sobre algunos hechos violentos”, distingue el autor, que estos
días ha presentado su libro en las capitales vascas.
El
asesinato en mayo de 1980 de Ceferino Peña es el motor de una historia donde
confluyen realidad y ficción. Pero también una visión poliédrica y coral del
drama, construida desde las miradas de policías, etarras o diferentes
ciudadanos vascos. Y en la que se escuchan voces, algo que no siempre sucedía. “Una de las conclusiones que se pueden sacar
es que la gente no hablaba con tranquilidad. De hecho, al final se alude
a ese ‘pregúntame para que pueda hablar’, porque había miedo y no hablaba con
claridad”, recuerda Murua.
Hasta
se zanjaba la cuestión de manera tan tajante como irreflexiva: “Había
reacciones como ‘algo habrá hecho’, que es cuando se normaliza lo que no es
normal. El lenguaje se pervierte”,
precisa el novelista. Tan poco normal como cuando ETA admite que el
hombre ejecutado ante la mirada de su hija pequeña había muerto por error. “Llama
la atención que se asumiera así, y con este eufemismo, para no llamar a las
cosas por su nombre. Todavía pasa hoy en política, donde se usan metáforas, se
pervierte el lenguaje y se camuflan los hechos”.
Situar el contexto
Murua
consigue que el lector se transporte a aquellos momentos y se ubique en esa
realidad. Y, a la hora de situarse o resituarse, de pensar o repensar, hay
numerosas claves. Y no todas de pensamiento. “Una de las labores más importantes del escritor fue readecuar el paisaje,
el contexto, cómo vestíamos, cómo eran lo coches y los salpicaderos o cómo era
el habla. Pero de lo que se habla es del arrepentimiento y el etarra que
asesinó a Peña –que como todos aparece con su alias– se siente perseguido por
los ojos de la niña que le vio matar a su padre. Esto le lleva a huir a
Sudamérica y vivir como un clochard”,
refiere el autor vitoriano.
“Esto
me permite mostrar un mundo sobre el arrepentimiento, que siempre es tardío,
como ha pasado en el País Vasco. Igual que la reflexión, tardía», expone el
escritor, que defiende la aportación del arte y también que la población nunca ha sido neutra. Siempre ha
estado muy comprometida, incluso con el silencio”.
Claro
que tampoco era una situación donde no llevara cada cual su mochila de
prejuicios. “Había una fijación extraña, que tenía que ver con de qué familia
venías, nacionalista o no, del ámbito rural o urbano… Pero sí es verdad que era duro para un estudiante o trabajador ir
por las carreteras de Euskadi. La Guardia Civil tampoco era lo
profesional que es ahora y también se cometían muchas torpezas o errores. Eso
son los matices. El miedo que existía en los dos bandos, a través del cual se
va reflejando una sociedad enfermiza”.
Y, en
algunos casos, incluso enferma. Murua afirma que “el caballo, la heroína, fue
una huida de una generación que no entendía nada”.
Escribir era extraño cuando la
violencia lo contaminaba todo. Las noches eran largas, el ruido de las sirenas
de la policía era ensordecedor. Se vivían como normales las batallas campales y
los heridos y asesinatos parecían que no tenían nombre, sino que pertenecían a
una estadística que se leía sin más.
Vivíamos en el infierno, pero no
lo sabíamos. Respirábamos para dentro y solo escuchábamos los gritos cuando ya
no había remedio. Y luego, como un armisticio tácito, llegaba un silencio que
lo envolvía todo, incluso la escritura, que te hacía cuestionarte para qué
escribir si nadie podía escuchar más allá de unos pocos metros. Sin embargo,
era necesario hacerlo para que no nos acallara ese mismo silencio que nos
tapaba los ojos y nos paralizaba el corazón.
Fueron años de sospecha, de
incomprensión, de bandos con nombres y apellidos, de fronteras entre
identidades colectivas, y sin una personalidad individual que se abriera al
mundo. Las palabras parecían contaminadas, las frases iban entrecomilladas, la
memoria se perdía en la noche de los tiempos.
Para un poeta como yo que nació en
una familia vasca, escribir era toda una declaración de intenciones. Te
preguntaban por qué lo hacías. Y fue duro porque en medio de una subsistencia
radical donde debías tener los ojos abiertos, tenías que explicar lo que hacías
mientras intentabas explicar mediante la literatura lo que sucedía. Fue duro
porque los ciudadanos tenían miedo y no se atrevían a decir en público lo que
pensaban en privado. Fue duro porque nos sentíamos aislados por una sociedad
que miraba a otro lado y porque sentíamos el desprecio de unas instituciones
que nos ninguneaban cuando hablábamos de la necesidad de articular palabras
como “paz”, “convivencia” y algunas más que defendíamos como “amor” y “vida”
ante tanto desánimo que se colaba, sin poder evitarlo, en nuestra escritura.
En mi caso, creo que me salvaron
las palabras. Yo podría haber sido uno más; sin embargo, la educación que tuve
y la lectura de libros, e incluso, la soledad, modelaron mi rechazo a la
violencia “venga de donde venga”, tal como se decía en aquellos años y que
ahora soy incapaz de olvidar. Esos días grises, con sabor a plomo, me llevaron
a escribir con una mirada diferente.
Había que enfrentarse a una mayoría que no era tan silenciosa como se cree. Pero mereció la pena. Ahora cuando escucho a algunos que no estuvieron, digamos que a la altura de las circunstancias, me da un poco de vergüenza ajena; sin embargo, como pienso que la vida es bella, no seré yo el que acuse a quien no deba, sino el que siga escribiendo porque, pese a la incomprensión, pese a la soledad, merece la pena hacerlo si hay algo con lo que no se esté de acuerdo y se piense, por último, que se ha de escribir algún día.
Texto no utilizado en La carretera de la costa, El Desvelo 2020.
Es quizás tiempo de hablar, de escribir para que los lectores conozcan las diferentes versiones y visiones que tienen aquellos que vivieron los “años del plomo” en el País Vasco. No ha pasado tanto tiempo como se cree y la resolución del conflicto tiene sus fisuras, quizás porque el silencio ha empañado lo acontecido disfrazando con olvido la superación de un problema. Así se teje esta novela que, como una extensa carta que se le escribe a la amada, expone una realidad vivida en los tiempos de infancia y juventud de aquel hombre que narra. Esta carta o este diálogo sincero, relata las impresiones de un muchacho en medio de la violencia y que solo en la adultez comienza a ser consciente de la tragedia que era todo aquello, en su día a día. Una sinceridad que es como una deuda con los suyos, con su pueblo, su familia y su amada, quien también ha vivido otro conflicto y otras muertes: las de la guerra de carteles de la droga y las guerrillas en Colombia, en las décadas de los 80 y 90 del pasado siglo. Estos dos conflictos, el vasco y el colombiano, se conectan cuando los terroristas de ETA huyen a Latinoamérica y enseñan a los capos a preparar los choches bomba con los que hacen tanto daño a su país.
Pero esto es solo un paralelo mas no el eje de la historia, porque aquí lo importante no son los hechos sino los sentimientos que se pasaron por alto, las voces anónimas y lo nombres de las víctimas inocentes que han sido olvidados, con el propósito de que, al día de hoy, queden expuestos aquellos argumentos sin sentido con los que justificaron las reacciones en extremo violentas, unos y otros: ETA, Policía, Guardia Civil, Ertzaintza y pueblo.
Carretera
de la costa
bien podría llamarse Ceferino Peña, el
hombre que con su muerte marcó un antes y un después en la historia del
conflicto vasco, por ser la primera víctima que ETA reconoce como error. Un hombre que por azares del
destino se cruza con aquel muchacho para ayudarle en un momento de confusión. La
muerte de Ceferino, los ojos de su pequeña hija quien lo ve morir a manos de
“Korta”, se convierten en importantes pilares para las continuas reflexiones
del narrador.
La voz amorosa que piensa y escribe, se
diluye en algunos pasajes para dar espacio a un narrador omnisciente que nos
cuenta también lo que pasaba por la cabeza de los implicados en el drama:
detalles de lo que vivió en carne propia “Korta” y sus compañeros, de lo que
pensaba el guarda civil Rafael, los policías, algunos otros etarras, y tantos
otros más.
Con quiebros sutiles y una narración incansable, sin párrafos, esta novela logra la fuerza necesaria para exponernos con claridad ese panorama oscuro de un pasado que ni siquiera hoy ha sido tocado y analizado con la seriedad e importancia necesarias para saldar las deudas morales y éticas tras un conflicto como el que se vivió. Aunque a veces parezca que las observaciones se repiten, la verdad es que ninguna de estas reiteraciones sobran, ni sus personajes, porque cada uno aporta una pieza importante que compone el paisaje de la obra, el de esa carretera a la costa. Esta es pues una novela que hace homenaje a los olvidados, a los innombrados, a los testigos silenciosos. Es una novela de perdón y de esperanza.
Cuando te preocupas por lo que les sucede a otras personas comienza a surgir dentro de cada ser la certidumbre de una fuerza interior desconocida. Cuando ayudas a los demás compartes sus preocupaciones, sus problemas, mientras al mismo tiempo se incrementa la confianza que habíamos perdido en nosotros o en el ser humano, una vez que se comparten también sus aciertos y sus errores. Cuando te olvidas de ti comienzan a surgir los aciertos. Cuando no das importancia a lo que haces surgen las vivencias más sorprendentes. Se mastica la vida paso a paso. Se es feliz cuando no se piensa si se es o no; solo a nosotros nos compete saber cómo ayudar a los que lo necesitan.
Fragmento del ensayo inédito, Libro de las estaciones.